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Foto del escritorAndres Aguerri

Érase una vez en Shanghái

Actualizado: 5 ene 2022

La Exposición Universal de Shanghái en 2010, más que una experiencia profesional, fue una auténtica aventura vital inolvidable.

Nuestra misión principal era dar servicio técnico al Auditorio del Pabellón de España, donde todos los días había dos funciones con tres shows diferentes que iban variando cada mes. Y por otro lado, dar cobertura técnica a los eventos organizados por entidades públicas y privadas que llegaron a más de cuatrocientos actos en los seis meses de operación.

Ya el primer día, fuimos conscientes de que el idioma iba a ser un problema; en teoría el agente inmobiliario que nos había gestionado el piso hablaba inglés. Supongo que aquel tipo engominado pensaba lo mismo de nosotros. Pero la verdad es que la única manera de comunicarnos era escribir mensajes SMS en inglés en el móvil.


Dos días después ya habíamos incorporado a un asistente local que hablaba castellano a través de una empresa de espectáculos creada por tres hermanos de Madrid, que habían convertido el concepto “Fiesta Ibiza” en una marca que diseñaba y programaba anualmente cientos de espectáculos en discotecas a lo largo y ancho de toda China.


Roger Han no era un traductor al uso: había vivido siete años en Barcelona y ahora trabajaba como comercial para esta curiosa y singular empresa. Con su inseparable diccionario en la mano, fue una fuente inagotable de anécdotas y equívocos con el idioma. Con el tiempo y su completo desconocimiento de los lugares más emblemáticos de Barcelona, supusimos que su estancia en España no habían sido precisamente unas vacaciones. Roger nos facilitó el contacto de la empresa que nos proporcionaría el personal local para completar el equipo.


Míster Lóu podría haber elegido entre interpretar a un malo malísimo en una secuela de James Bond, o ser nuestro proveedor local. Planta y hechuras para lo primero desde luego no le faltaban. Para convencernos de la calidad de sus servicios nos hizo una ruta por sus dominios: cabarets, casas de baños y otros tugurios indescriptibles; algunos probables escenarios de rodaje sacados de una película de Bruce Lee.


Finalmente, llegamos a un acuerdo con Míster Lóu. Contrataríamos tres técnicos fijos para todo el periodo y nos proporcionaría el personal técnico de apoyo para el resto de eventos puntuales. Dos semanas después, el día que oficialmente comenzaba nuestro montaje en el pabellón, allí estaban: Zhào, Fú y Lû.


Si tuviese que describir a Zhào en pocas palabras sería: “un señor de posguerra”. Con su viejo traje de los domingos, raído y remendado, nunca supe realmente mucho de él. Probablemente rozaba los cuarenta y su rostro reflejaba que había vivido de cerca tiempos muy duros. Le asignamos el puesto de cañonero. Era implacable: durante dos horas operaba el cañón con diligencia; daba igual el show y los cambios e improvisaciones. De hecho, en una ocasión, con el Presentador, pensamos hacer un gag donde el cañón iba a un lugar equivocado, el Presentador silbaba y el haz del cañón le buscaba. Lo ensayamos varios días, Roger le explicó la idea muchas veces. Al segundo pase, desistimos, por mucho que ensayásemos, el cañón seguía al Presentador. El señor Zhào no conseguía entender que tenía que hacerlo mal para hacerlo bien.


Fú tenía alma artista. En realidad, ninguno de los tres personajes trabajaba habitualmente como técnico para Míster Lóu. Al parecer, Fú era el hijo de un amigo de Míster Lóu, y por las noches trabajaba como showman en locales de alterne. Esto lo descubrimos tiempo después, cuando orgulloso nos mostraba vídeos de sus actuaciones, combinando pirotécnica y playbacks, con lo que parecían divertidos monólogos. Eso explicaba por qué, en realidad, se quedaba dormido en la mesa de sonido durante los eventos matinales consistentes en entretenidas conferencias empresariales y presentaciones de productos españoles. Claro que, a la segunda vez que le sucedió, le retiré la silla para que no despistase con sus ronquidos a los ponentes. Desde aquel día, nunca más se quedó dormido en la mesa de sonido. O mejor dicho: nunca más tuve queja sobre los ronquidos en la sala. Supongo que sus constantes cambios, cortes y tintes de pelo, nos tendrían que haber dado más pistas de su doble vida; pero por alguna extraña razón, habíamos asociado esos cambios radicales a una presunta novia peluquera.


Lû era especial. Acaba de llegar de su pueblo a la gran ciudad con el sueño de ser un gran técnico de espectáculos. Alto y fornido, recuerdo perfectamente su cara cuando instalábamos los cuadros de distribución: los miraba como si los hubiesen fabricado en la mismísima NASA. Se emocionó cuando vio que la mesa de sonido era una YAMAHA M7CL. Por aquel tiempo, ese modelo de mesa no era una novedad precisamente; pero por lo que averigüe después, en China en 2010, las mesas digitales de marcas extranjeras no eran muy accesibles. Al día siguiente se personó en la cabina de control con dos carpetas de anillas. Resulta que la noche anterior se había impreso el manual de la mesa en chino y en inglés. Su intención era que le explicase página por página como funcionaba la mesa. Estuvimos dos días enteros, le indicaba en que página del manual en inglés estábamos y él seguía la explicación leyendo a la vez el manual en chino en la misma página.


En mi planning, el puesto de Lû debía ser más la de un asistente al operador. Entre los shows diarios siempre había un cuadro flamenco. Y una cosa es explicar cómo funciona una mesa de sonido y otra muy distinta hacer la mezcla general y la de los monitores de un show de flamenco. No tengo claro como pasó, pero en los seis meses, podría contar con los dedos los días que operé los shows. Cuando cambiaba la compañía, hacíamos una sesión de ensayos y ajustes. A partir de ahí, en alguna ocasión me pasaba a ver el show por la sala y con gestos le decía que diese un poco más de presencia al cajón o la guitarra. Desde la sala simulaba tocar el instrumento imaginario y luego le indicaba con el pulgar arriba y abajo. Lû asentía con una pequeña sonrisa, hacía el cambio y me hacía el gesto de O.K con cierto aire de satisfacción mezclado con un ligero punto de suficiencia.


Lû se convirtió en el compañero inseparable de Rafita. Yo había medio engañado a Rafita para dejar su Zaragoza natal para vivir un poco de aventura en China. En principio su puesto era el de operador de iluminación. Pero en la práctica hacía las veces de iluminador, regidor y coordinador técnico del auditorio, amén de hacer las veces de hermano mayor de los chicos. Sus conversaciones con lû durante tantas tardes debieron de ser memorables. Más que nada, no lo he comentado antes, pero ni Lû, ni Zhào, ni Fú, hablaban una sola palabra de inglés y mucho menos de castellano. Cuando Fú quería disculparse o pensaba que no había hecho algo bien me decía “la he lialo palda”. “A casa” se convirtió en el grito de guerra de los chicos al acabar la jornada; al parecer es lo que Rafita les decía para dar por terminada la última función. Era digno de ver como nuestro peculiar trío calavera se iba camino del vestuario, repitiendo entre risas una y otra vez “¿a casa?, ¡a casa! ¡a casa!”

Por lo tanto, el idioma era algo más que un problema. No es lo mismo visitar o vivir en las zonas comerciales y turísticas, que en el día a día con los vecinos, los taxistas o el restaurante de debajo de nuestro apartamento. La figura de Roger nos servía para tratar con proveedores, explicar conceptos generales o los horarios a los chicos. Pero el primer día de montaje, intentando explicar que era una trócola y una argolla a través de la sinuosa traducción de Roger, fuimos conscientes de que aquel sistema no iba a funcionar y desistimos.


Rafa y yo optamos por explicarnos con signos, que acompañábamos de las explicaciones en castellano para que el otro supiera qué estábamos explicando realmente a los chicos. No era solo una cuestión de idioma. La manera de trabajar era completamente diferente hasta detalles como la forma de poner y marcar los cables. Capítulo aparte merece la manera de expresar los números con las manos. Como me dijo Roger, tras semanas de malentendidos gestuales y después de una noche reveladora en una frutería, donde aprendí a contar con las manos a la manera china: “Es que los chinos somos más listos, podemos contar hasta diez con una sola mano”. Roger Han dixit.


Y así hicimos, durante meses hablábamos con nuestros técnicos en castellano acompañando los gestos y las indicaciones. Y lo mejor es que funcionaba hasta límites insospechados. De hecho, la mayoría de los trabajadores del pabellón pensaba que Zhào, Lû y Fú se manejaban con la lengua de Cervantes. Tenía cierto sentido, puesto que la mayor parte del staff del pabellón y del personal de asistencia a visitantes era como mínimo bilingüe. No así el personal de limpieza, cocina o seguridad, que como nuestros chicos intentaban comprender el idioma y las costumbres de la gente que provenía de un lejano país, que muchos no sabían situar en un mapa.


Y lo peor, es que extendimos esa práctica de hablar en castellano como si todo el mundo nos entendiese a cualquier momento cotidiano. En el ascensor con los vecinos, subir a un piso 29 da para largas conversaciones sobre las obras o la limpieza de la comunidad; en el metro, en el supermercado, con el conserje o con nuestra entrañable asistenta del hogar; entablábamos conversaciones como si estuviésemos en la Plaza del Fuerte, en el mismo centro de Calatayud. Solo nos faltaba hacerles la pregunta mítica “¿Y tú, de quién eres?”. Recuerdo conversaciones de Rafita con los taxistas, volviendo de alguna noche canalla, que todavía me arrancan una sonrisa. Creo que algunos de ellos tampoco le habrán olvidado a él.


Hay que entender la situación. Por estar más cerca del recinto Expo, habíamos optado por un piso en un barrio de clase media, ciertamente acomodada, pero muy poco turístico. De hecho, para muchos de aquellos vecinos, taxistas o tenderos, Rafa y yo éramos de los primeros Lawei, los primeros occidentales que veían, con los que hablaban o se relacionaban tan directamente. Las conversaciones de ascensor con la vecina que decidimos que tenía pinta de ser la mujer del presidente de la comunidad eran memorables. Habría pagado por saber cómo le explicaba a su marido, el que suponíamos presidente de la comunidad, aquellas conversaciones de ascensor con los exóticos vecinos del Ático B.


Mauricio era caso aparte. Le bautizamos así en honor a Mauricio Colmenero, personaje televisivo y castizo donde los haya. Regentaba un restaurante debajo de nuestro edificio, especializado en cocina uigur, etnia de la región noroccidental de china, lindando con Kazajistán. Sus platos de cordero con arroz eran un auténtico manjar. Además de cocinero y hostelero, nuestro particular Mauricio Colmenero era un auténtico fanático del futbol, pero sobre todo de los toros. Cada vez que íbamos a comer, Mauricio se afanaba por explicarles a todos y cada uno de sus parroquianos que aquella pareja de laweis venían de Zaragoza, donde marcábamos los goles sin despeinarnos, desde cuarenta y nueve metros y en el último minuto de una final europea. Pero sobre todo, que los fines de semana cogíamos nuestros aperos, quedábamos con nuestros colegas del barrio para una capea y dábamos matarile a un par de reses bravas antes de comer. En realidad solo puedo suponer lo que les contaba a sus clientes, pero era tal la expectación que generaba nuestra presencia que un día, me levante en mitad de la comida y le plante tres pases de pecho a un imaginario morlaco, cual Curro Romero, entre los olés, vítores y gritos de “bullfighter” de la parroquia y bajo la mirada de orgullo, casi paternal, de Mauricio.


Pero toda aventura tiene un final.

La Expo acabó y desmontamos nuestro pequeño y agradable chiringuito. Recuerdo que cuando estaba cerrando el último contenedor se me acercó Diego, el Jefe de Proyecto en la empresa que llevaba toda la parte expositiva. Nosotros habíamos desmontado en apenas dos días, pero a ellos todavía les quedaban dos largas semanas. Me preguntó muy amablemente sí, como nosotros ya habíamos terminado, podía fichar a nuestro personal técnico para su equipo. Tenían mucha faena por delante y les iba a venir bien; aunque en realidad contaba con un batallón de carpinteros, electricistas, técnicos y traductores locales. Ningún problema, le pase el contacto de Mister Lóu y le deseé suerte.


Como mi billete de vuelta estaba programado para dos semanas después, la fecha oficial de final de desmontaje, me planifique un interesante viaje cultural por los principales tugurios y antros de perdición de todo Shanghái y alrededores. De esos gloriosos días y en especial, gloriosas noches, mi memoria solo ha conservado algunos fragmentos, la mayoría difusos y borrosos. Recuerdo haberme encontrado a Diego un par de noches antes de embarcar. En la exaltación de la amistad, propia de un encuentro a altas horas de la madrugada en un búnker reconvertido en club after, supongo que le pregunté cómo le había ido el desmontaje. En su semblante reflejó la misma mueca que el de Hércules al finalizar sus doce trabajos: “Todo bien, hemos acabado a tiempo y sin incidencias, que es mucho decir”, a lo cual añadió con cierto gesto de perplejidad, “por cierto, ¿tu sabías que tus técnicos no hablaban castellano?”


Epílogo. Al regresar de Shanghái, se me ocurrió hacer escala técnica en Barcelona para aclimatarme a mi siguiente destino profesional antes de pasar por casa. Solo volví de visita a Zaragoza y a mi pequeño pueblo al lado de Calatayud.

Rafita. Después de unas merecidas vacaciones, también vino a Barcelona. Tiene claro que antes de marchar, sentó las bases de una peña Zaragocista en el particular Bar Reynolds de Shánghai. Todavía sigue sin desvelar qué estaba haciendo realmente mientras Iniesta marcó su mítico gol, en una lluviosa madrugada en Shanghái. “La he liado parda”.

Roger continúa trabajando en la misma empresa española con la que ejecutamos aquel proyecto y que decidió abrir una sede en Shanghái para nuevos proyectos en China y Asia. La última vez que hablé con él, hace pocos meses, me contó que estaba enrolado en una gira por toda Asia como técnico de sonido de una boyband k-pop. De Zhào y de Fú, apenas sabía nada.

A Míster Lóu, he creído verle en alguna telenovela de época medieval de la televisión estatal china, interpretando al villano gobernador de la provincia.

Mauricio. No me extrañaría cruzármelo en plenas Fiestas del Pilar, camino del Coso de la Misericordia. Puro en una mano, Heraldo de Aragón bajo el brazo, gafas de sol y en el bolsillo de la americana, un par de entradas para el tendido 5, donde se ubican los auténticos puristas de la tauromaquia.

¿Y Diego? Lo último que supe de él es que estaba preparando un proyecto para la Exposición de Milán en 2015. Ha llovido mucho, pero tengo claro que ya le están esperando en Dubái 2021. Nota del Autor

Este relato esta incluido en el e-book "LOS MEJORES EVENTOS DE NUESTRA VIDA", perteneciente a la iniciativa #CONFINAMOSENTI promovida por Raimond Torrents y publicado por el EVENT MANAGEMENT INSTITUT Descargar aquí


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